miércoles, 23 de marzo de 2011

El juego de los trileros

Para alguien en paro, la información económica termina enganchándote como las revistas del corazón a las marujas y los marujos: se empieza por las páginas con los anuncios de empleo, sigues hojeando el resto con un ojo mientras el otro no pierde de vista a los periódicos locales que los jubilados no sueltan ni a tiros, y terminas tan aficionada a los devenires de Botín o de Martínez Núñez como quien sigue una telenovela de ésas de ricos y famosos o de las familias de la mafia.
Y, dentro de la información económica, la de bancos y cajas cobran especial interés porque, al fin y al cabo, ahí es donde tenemos nuestras deudas, de modo que una siente que los números rojos los llevas grabados en la piel como los de un reo (¡36 euros me ha cobrado Caja España por un descubierto de 39! ¡Cómo no voy a interesarme por los avatares de esta entidad que utiliza dinero público para sus negocios, para los sueldazos de sus directivos, las prebendas y jubilaciones de nuestros políticos y sus migajas sociales!)... por no hablar del dinero que nos cuesta un presidente al que se pagó como tal, después se le pagó aún más para que se fuera y después más aún para que volviera a ser presidente.


Sin embargo, por mucho que una devore las noticias que conciernen a ese sector, es prácticamente imposible saber nada: no sólo por lo que no cuentan (el 49%), sino por lo que mienten (el 51%). Y entre ocultaciones y mentiras, manipulan a la opinión pública de forma realmente apabullante. Buena muestra de ello son las recientes fusiones de las cajas de Castilla y León. Hasta hace dos días, casi literalmente, que León se mantuviera como sede era objetivo absolutamente irrenunciable; en un abrir y cerrar de ojos, en cuanto el Gobierno ha dicho "¡a ver esas cuentas!", la sede de Caja Burgos se ha ido a Sevilla, la de Caja Círculo a Zaragoza, las de Caja de Ávila y Caja Segovia a Madrid y las de Caja España (el dinero de los leoneses) y Duero (Salamanca), a Málaga. ¿Y alguien ha puesto el grito en el cielo... Alguien ha dicho siquiera una palabra...? No, por supuesto: sencillamente, han dejado de hacer el paripé y, antes que decir la verdad, han preferido callarse.
El caso es que, como en el juego de los trileros, nuestros dinero estaba en un cubilete y ha pasado al otro sin darnos cuenta. Y lo peor es que, esté donde esté, se lo queda el trilero.
Dice John Lanchester, en la más sencilla y completa explicación de la crisis que he leído (el libro "¡Huy! Por qué todo el mundo debe a todo el mundo y nadie puede pagar"), que los bancos insolventes que se mantienen activos son "bancos zombies"; aparecieron en Japón a partir de 1989 y ahora en todo Occidente. Existen por la benevolencia de los Estados hacia los bancos (y, por supuesto, cajas) y el problema es que "con los zombis de las películas de terror es relativamente fácil tratar: no tienen inversores, no contratan grupos de presión, no donan fondos a partidos políticos y no pueden coger el teléfono y atemorizar a políticos importantes. Los bancos zombies no tienen ninguna de esas loimitaciones y son mucho más problemáticos. Y, a diferencia de los zombies, son reales".
¡Pues que no se vayan: que se nacionalicen o que desaparezcan!

viernes, 4 de marzo de 2011

Aprender del pasado

Ésta no la primera crisis económica ni la última que nos queda por pasar. Todo el mundo ha señalado una ventaja: reconducir la sociedad de consumo. Aunque ese tipo de argumentos repatean cuando se utilizan como consuelo, es cierto si se plantean como tema de reflexión. Es cierto que en muy pocos años la sociedad de consumo, libre prácticamente de límites a todos los niveles (falta de límites que, precisamente, provocó la actual crisis) había adquirido un ritmo vertiginoso. Los ancianos de hoy que nacieron en aldeas, prácticamente nacieron en una sociedad medieval (o anterior, si consideramos que aún utilizaban el arado romano) y han envejecido en la era tecnológica: siglos de civilización en una sola generación. Sin duda, habrán sentido vértigo, pero se han adaptado bien, porque hacia adelante siempre se camina con cierta facilidad.
Ahora, sin embargo, nos toca ir hacia atrás, lo cual no quiere decir que haya que volver a un estadio ya superado, sino que hay que recoger las cosas necesarias que se nos cayeron en esa loca carrera y quedaron tiradas en el camino. Con ellas, tendremos que construir una sociedad distinta que, si lo hacemos bien, podrá ser mejor que las anteriores. Políticamente, yo creo que eso supondrá cambiar el panorama de forma bastante drástica y evitando graves peligros. Desde luego, hay que jubilar a la mayoría de los políticos actuales: unos permitieron la crisis soltando alegremente las riendas que les correspondía sujetar, dejación que lo mismo da si se hizo por incompetencia, corrupción o ideología; otros no han sido capaces de volver a hacerse con ellas. De modo que necesitamos nuevos políticos dispuestos a serlo de verdad, es decir, a regular los mercados y a controlar la excesiva ambición (la del pequeño ladrón y la del gran empresario, la del estafador de poca monta y la de los banqueros), pero con sumo cuidado de no caer en manos de políticos aventureros, demagogos o salvapatrias que, en tiempos de crisis, suelen proliferar como hongos venenosos.
Partamos de cero: o los partidos jubilan a sus líderes y buscan realmente personas pegadas a la realidad y con vocación de dejarse la piel en el servicio público, que no en la contienda partidista, o echemos abajo a los partidos actuales y busquemos otras propuestas.


Y todo esto venía a cuento de un recetario, lo juro. Lo que yo quería decir es que tenemos que volver la vista atrás, aprender de generaciones pasadas cómo gastar lo mínimo en comer, incorporar todo lo aprendido desde entonces (sobre salud y hábitos saludables, quiero decir) y con eso, inventemos nuevos platos.
http://www.consumer.es/web/es/alimentacion/aprender_a_comer_bien/adulto_y_vejez/2011/02/25/199144.php

martes, 1 de marzo de 2011

La bolsa de los hindúes

En La India, casi todo el mundo lleva algo en la mano: unos pocos, un maletín; la mayoría, una bolsa de plástico. Van con ella por las calles, caminos y carreteras. Se levantan, cada mañana, cogen su bolsa y salen de casa, camino de alguna parte, buscando qué meter en la bolsa. Allí donde ven que pueden ser útiles, se ofrecen, trabajan a cambio de algunas rupias, que guardan en el bolsillo, o de comida u otro bien, que guardan en la bolsa de plástico. Si hace falta, piden algo que meter en su bolsa para llevar a casa esa noche.

 Pues bien, la vida de un parado o parada en España empieza a ser así. Se levanta una y coge su bolsa de plástico y, a partir de ahí, a "caminar", la mayor parte del tiempo por Internet (Infojobs, Infoempleo...), otras veces por el móvil, revisando una y otra vez los números de amigos y conocidos que pueden haberse enterado de una oferta de trabajo; otras, de bar en bar, donde, cada mañana, se entabla una larga y tediosa pelea por hacerse con un periódico tras otro a la caza y captura de alguna idea, más que oferta; en el itinerario están también la Oficina de Empleo y su tablón de anuncios (de los que, normalmente, sólo uno se ajusta mínimamente a lo que una podría hacer, pero ése justamente es en Bruselas o se exige ser un discapacitado) o las oficinas de orientación de empleo, autoempleo, subempleo, pseudoempleo... 
El caso es encontrar algo que meter en la bolsa antes de llegar a casa, siquiera una pequeña esperanza, un propósito o, la mayor parte de las veces, trabajos que ni siquiera son remunerados: pequeños encargos, trabajitos por Internet, prácticas, cursos...
En mi sector, el de los medios de comunicación, que entró en crisis mucho antes de que estallara la crisis financiera o la de la construcción, hace tiempo que he visto este proceso. Los periódicos ofrecían contratos con sueldos decentes, pero sin ningún derecho laboral, como el cobro de las miles de horas extra o, incluso, los derechos legales, como las vacaciones o el día y medio de descanso semanal. Cuando empezaron a proliferar las emisoras, la situación empeoró notablemente, y entonces ni siquiera se respetaba lo del sueldo, pues en la mayoría de los casos estaba sujeto a la entrada de publicidad (algo profundamente inmoral en un trabajo, el periodístico, que debe estar totalmente al margen de los intereses empresariales) y, de pronto, empezaron a proliferar las televisiones locales, y entonces ya fue el sumum; recuerdo una, en Burgos, que no sólo no pagaba a sus redactores y cámaras, sino que, incluso, les cobraba, pues tenía licencia como academia y sus trabajadores, aún con la carrera terminada y cierta experiencia laboral, eran considerados alumnos que tenían que pagar una matrícula a cambio de la posibilidad de ser contratados algún día.
Temo que el empleo vaya a ser así en los próximos (muchos) años: un constante buscarse la vida, ir de proyecto en proyecto, levantando piedras bajo las que encontrar, a veces nada, a veces algo. Mientras los sindicatos pelean por los convenios, quizá los contratos se vayan convirtiendo en especies en extinción y hasta el subempleo sea un lujo que pase a ser sustituido por una especie de escaramuzas laborales