martes, 1 de febrero de 2011

Vértigo

La certeza de la propia caducidad es la causa, supongo, más importante de sufrimiento del ser humano. Para evitarlo, éste se aferra a las cosas, pero cuando comprueba en propia carne que todas esas cosas son también perecederas, el sufrimiento se hace realmente intenso... Bueno, de ese modo me explico yo la agonía que suele suponer el paro, porque paro es pérdida de cosas: de estabilidad, de despreocupación por el futuro, y de cosas materiales de las que, necesariamente, has de prescindir o de las que te ves privada (en el mejor de los casos, de las cosas que correspondían a un determinado nivel de vida y, en el peor, de tu hogar o los medios de subsistencia). Por eso, el paro no hace sino enfrentarnos crudamente a la propia fragilidad: eso de que las cosas que constituían tu rutina se vayan al traste, no deja de ser el recuerdo de que no tienes dónde apoyarte y de que, finalmente, tú también vas a desaparecer del mapa. No me extraña, por tanto, que cuantos parados he conocido tiendan a ver su problema, no como una situación puntual, sino que suelen plantearse toda su vida, pasada y futura, hacer balance de ella cómo si todos los días fueran Fin de Año; hacer lista de sus frustraciones, sueños rotos, oportunidades perdidas, las cosas para las que ya no queda tiempo...
Cualquier manual de ésos que pretenden enseñarte a ser feliz o a creer que lo eres, seguro que te dicen que no debes hacer eso de ningún modo. A mí esos llamados libros de autoayuda no me gustan nada: primero, porque mienten (la ayuda te la da el autor del libro, por eso lo pagas comprándolo) y, segundo, porque no soy partidaria de evitar el dolor ni ninguna otra sensación desagradable por si mismas, ni de considerar la felicidad como una obligación. No obstante, estoy de acuerdo, en este caso, en que conviene evitar ese tipo de balances vitales, pero no para no sentirse mal, sino porque ese malestar es totalmente inútil y, sobre todo, porque una situación angustiosa, como el paro, no te permite tener la mente suficientemente despejada para hacer algo tan trascendente. Es como ponerte a medir la altura de un puente: si tienes vértigo, será mejor que no lo hagas mientras estés en el puente sino que esperes a bajar. Pues el paro produce vértigo.
Es como cuando te sucede una anécdota fastidiosa, pero uno piensa: será divertida cuando la cuente. Bueno, yo creo que el paro hay que afrontarlo así, preguntándonos cómo veremos esta etapa de nuestra vida cuando haya pasado, y probablemente llegaremos a la conclusión de que la veremos, precisamente, así, como una etapa más de nuestra vida y que, como cualquier otra, lo importante es que haya algo divertido que contar de ella o, por lo menos, algo que contar, aunque no sea divertido. ¿Será por eso que estoy yo aquí escribiendo todo este rollo?

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